jueves, 1 de julio de 2010

LOS DOS MOISÉS

No quedaremos impasibles al comprobar que nos hemos colocado en antagonismo con la más sobria investigación histórica de nuestros días. Estos nuevos historiadores, como cuyo representante quisiéramos considerar a Eduard Meyer , se ajustan al relato bíblico en un punto decisivo. También ellos opinan que las tribus judías, de las cuales surgiría más tarde el pueblo de Israel, adoptaron en determinado momento una nueva religión. Pero éste acontecimiento no se habría producido en Egipto, ni tampoco al pie de una montaña en la península de Sinaí, sino en una localidad que se designa Meribahkadesh. Allí los judíos adoptaron la veneración de un dios llamado Jahve, probablemente de la tribu árabe de los madianitas, que habitaba comarcas vecinas. Es muy posible que también otras tribus cercanas adorasen a éste dios.

Jahve era, con seguridad, un dios volcánico. Pero, como sabemos, en Egipto no existen volcanes, y tampoco las montañas de la península de Sinaí han tenido jamás tal carácter; en cambio, junto al límite occidental de Arabia existen volcanes que quizá aún se encontraran en actividad en épocas relativamente recientes.

Jahve es un demonio siniestro y sangriento que ronda por la noche y teme la luz del día. El mediador entre el dios y el pueblo, el que instituyó la nueva religión, es identificado con Moisés. Era el yerno del sacerdote madianita Jethro y pacía sus rebaños cuando tuvo la revelación divina.

E. Meyer afirma no haber dudado jamás que la narración de la estancia en Egipto y de la catástrofe que afectó a los egipcios contuviera algún núcleo histórico, pero evidentemente no acierta a situar y a utilizar éste hecho, cuya legitimidad acepta.

«Moisés, en Madián, ya no es un egipcio y nieto del faraón, sino un pastor a quien se le ha revelado Jahve. En la narración de las plagas ya no se mencionan sus antiguos parentescos, aunque bien podían haberse prestado para producir un efecto dramático; además, la orden de matar a los niños israelitas queda relegada al olvido. En la partida y en la aniquilación de los egipcios, Moisés no desempeña papel alguno y ni siquiera se le menciona. El carácter heroico que presupone la leyenda de su niñez falta completamente en el Moisés ulterior; ya no es más que el taumaturgo, un milagrero a quien Jahve ha dotado de poderes sobrenaturales ..»

No podemos eludir la impresión de que éste Moisés de Kadesh y Madián, al que la propia tradición pudo atribuir la erección de una serpiente de bronce que oficiara como divinidad curativa, es un personaje muy distinto del magnífico egipcio inferido por nosotros, que dio al pueblo una religión en la cual condenaba con la mayor severidad toda magia y hechicería. Nuestro Moisés egipcio quizá no discrepara del Moisés madianita en menor medida que el dios universal Aton del demonio Jahve, habitante del monte sagrado. Y si hemos de conceder la más mínima fe a las revelaciones de los historiadores contemporáneos, no podemos sino confesarnos que la hebra que pretendíamos hilar partiendo de la hipótesis de que Moisés era egipcio ha vuelto a romperse por segunda vez.

En el año 1922. Ernest Sellin hizo un descubrimiento que ejerce decisiva influencia sobre nuestro problema. Estudiando al profeta Oseas (segunda mitad del siglo VIII), halló rastros inconfundibles de una tradición según la cual Moisés, el institutor de la religión, habría tenido fin violento en el curso de una rebelión de su pueblo, tozudo y levantisco, que al mismo tiempo renegó de la religión instituida por aquél.

Pero ésta tradición no se limita a Oseas, sino que también la encontramos en la mayoría de los profetas ulteriores, al punto que Sellin la considera como fundamento de todas las esperanzas mesiánicas más recientes. Al concluir el Exilio de Babilonia se desarrolló en el pueblo judío la creencia de que Moisés, tan miserablemente asesinado, retornaría de entre los muertos para conducir a su pueblo arrepentido -y quizá no sólo a éste- al reino de la eterna bienaventuranza. No han de ocuparnos aquí las evidentes vinculaciones de ésta tradición con el destino del fundador de una religión ulterior.

Adoptemos de Sellin la hipótesis de que el Moisés egipcio fue asesinado por los judíos, que la religión instituida por él fue repudiada. Esta presunción nos permite conservar el hilo que veníamos persiguiendo, sin caer en contradicción con los resultados fidedignos de la investigación histórica. Pero en lo restante nos atrevemos a independizarnos de los autores, «avanzando sin guía por sendero virgen». El Exodo de Egipto seguirá siendo nuestro punto de partida. Deben haber sido muchos los que abandonaron el país junto con Moisés, pues un grupo pequeño no habría merecido el esfuerzo a los ojos de éste hombre ambicioso y animado de grandes proyectos. Probablemente los emigrantes habían residido en el país el tiempo suficiente como para formar una población numerosa, pero no erraremos al aceptar, con la mayoría de los autores, que sólo una pequeña parte de quienes formaron más tarde el pueblo de los judíos sufrieron realmente los azares de Egipto. En otros términos: la tribu retornada de Egipto se unió ulteriormente, en la región situada entre aquel país y Canaán, con otras tribus emparentadas que residían allí desde hacía mucho tiempo. La expresión de ésta alianza, que dio origen al pueblo de Israel, fue el establecimiento de una nueva religión -la de Jahve-, común a todas las tribus; suceso qué, según E. Meyer, ocurrió en Kadesh, bajo la influencia madianita. Después de ésto, el pueblo se sintió con fuerzas suficientes para emprender la invasión de Canaán. Este proceso es incompatible con el hecho de que la catástrofe de Moisés y de su religión ocurriera en Transjordania; por el contrario, debe haber sucedido mucho antes de la alianza.

Dado que la gente de Moisés concedía tan alto valor a su Exodo de Egipto, éste acto de liberación hubo de ser atribuido a Jahve, ornándolo con aderezos que proclamaran la terrible grandeza del dios volcánico, como la columna de humo que de noche se convertía en columna de fuego, como la tempestad que dejó momentáneamente seco el mar, de modo que los perseguidores fueron ahogados por las aguas al cerrarse éstas sobre ellos. Al mismo tiempo, el Exodo fue aproximado a la fundación de la religión, negándose el prolongado intervalo que media entre ambos hechos; tampoco se deja que la entrega de la Ley suceda en Kadesh, sino que se la sitúa al pie de la montaña sagrada, entre manifestaciones de una erupción volcánica.



Pero ésta representación cometió gran injusticia contra la memoria del hombre Moisés, pues él, y no el dios volcánico, había sido quien libertó al pueblo de los egipcios. Debíasele, pues, una indemnización, que le fue rendida transportándolo a Kadesh o al Sinaí-Horeb y colocándolo en lugar de los sacerdotes madianitas. Más adelante indicaremos cómo ésta solución vino a satisfacer una segunda tendencia, urgente e ineludible. De tal manera, se estableció una especie de compensación: a Jahve, originario de una montaña madianitas se lo dejó extender su injerencia a Egipto; la existencia y la actividad de Moisés, en cambio, fueron extendidas hasta Kadesh y Transjordania, fundiéndolo así con la persona del que ulteriormente instituyó la religión, con el yerno del madianita Jethro, a quien prestó su nombre de Moisés. Pero nada personal podemos decir de éste otro Moisés, que es completamente ocultado por el anterior, el egipcio. El único recurso consiste en partir de las contradicciones que presenta el texto bíblico al trazar el retrato de Moisés. Muchas veces lo presenta como dominante, irascible, aun violento; y, sin embargo, también se dice de él que habría sido el más benigno y paciente de los hombres. Es evidente que éstas últimas propiedades poco habrían servido al Moisés egipcio, que proyectaba tan grandes y arduas empresas con su pueblo; quizá fueron rasgos pertenecientes al otro, al madianita. Creo que es lícito separar de nuevo a ambas personas, aceptando que el Moisés egipcio jamás estuvo con Kadesh ni oyó el nombre de Jahve, y que el Moisés madianita nunca pisó el suelo de Egipto y nada sabía de Aton. Para fundir entre sí a ambas personas, la tradición o la leyenda tuvieron que llevar hasta Madián al Moisés egipcio, y ya hemos visto que para explicar este hecho circulaba más de una versión.
(Habla de las tendencias deformadoras de las tradiciones)
Las tendencias deformadoras que procuramos captar ya deben haber actuado sobre las tradiciones antes de que fuesen registradas por escrito. Una de ellas, quizá la más poderosa de todas, ya la hemos descubierto. Decíamos que al ser instituido en Kadesh el nuevo dios Jahve surgió la necesidad de hacer algo para glorificarlo. Sería más correcto decir: fue necesario imponerlo, abrirle campo, borrar las huellas de religiones anteriores. Esto parece haber sido logrado por completo en lo que se refiere a la religión de las tribus autóctonas, pues ya nada oímos de ella. Con los emigrantes, en cambio. no fue tan fácil alcanzarlo, pues no querían dejarse robar el Exodo de Egipto, el hombre Moisés ni la costumbre de la circuncisión. Por consiguiente, se aceptó que habían estado en Egipto, pero que habían vuelto a abandonar éste país, y desde ese momento debía ser negado todo rastro de la influencia egipcia. Se eliminó al hombre Moisés, trasladándolo a Madián y a Kadesh, y fundiéndolo con el sacerdote que fundó la religión de Jahve.
Más extraña aún es la idea de que un dios «elija» de pronto a un pueblo, proclamándolo como «su» pueblo, y a sí mismo como dios de éste. Creo que se trata del único caso semejante en la historia de las religiones. En general, el dios y su pueblo están indisolublemente unidos, constituyen desde el principio una unidad, y aunque a veces oímos de un pueblo que adopta a otro dios, jamás hallamos un dios que elija un nuevo pueblo. Quizá logremos comprender este proceso singular teniendo en cuenta las relaciones entre Moisés y el pueblo judío. Moisés había condescendido a unirse con los judíos, hizo de ellos su pueblo; ellos fueron su «pueblo elegido».
En las contribuciones ulteriores al texto bíblico prevaleció el propósito de evitar toda mención de Kadesh. Como lugar en que había sido instituida la religión se adoptó definitivamente el monte sagrado Sinaí-Horeb. El motivo de ello no es claramente visible; quizá se pretendiera evitar el recuerdo de la influencia que tuvo Madián. Pero todas las deformaciones ulteriores, especialmente las introducidas en la época del denominado Códice sacerdotal, sirven a otro propósito. Ya no era necesario deformar en sentido determinado las crónicas de sucesos pretéritos, pues eso se había logrado tiempo atrás. En cambio, se trató de referir a épocas pasadas ciertos mandamientos e instituciones del presente buscándoles, por lo general, fundamentos en la legislación mosaica, para derivar de ella su título de santidad y autoridad. Pese a todas las falsificaciones que de este modo sufrió el cuadro del pasado, el procedimiento no carece de cierta justificación psicológica. En efecto, reflejaba el hecho de que, al correr de largos tiempos -desde el Exodo de Egipto hasta la fijación del texto bíblico bajo Esdras y Nehemías transcurrieron unos ochocientos años-, la religión de Jahve había seguido una evolución retrógrada, hasta coincidir, quizá hasta ser idéntica con la religión primitiva de Moisés. He aquí el resultado medular, el contenido crucial de la historia de la religión judía.
Entre todos los acontecimientos de la prehistoria judía que los poetas, los sacerdotes y los historiadores ulteriores trataron de elaborar se destaca uno que era necesario suprimir por los más obvios y poderosos motivos humanos. Se trata del asesinato de Moisés, el gran conductor y libertador, crimen que Sellin pudo colegir a través de alusiones contenidas en los libros de los profetas. No cabe calificar de fantástica la hipótesis de Sellin, pues tiene suficientes visos de probabilidad. Moisés, discípulo de Ikhnaton, tampoco empleó métodos distintos a los del rey: ordenó, impuso al pueblo su creencia (#1777). La doctrina de Moisés quizá fuera aún más rígida que la de su maestro, pues ya no necesitaba ajustarse al dios solar, dado que la escuela de On carecía de todo significado para el pueblo extranjero. Tanto Moisés como lkhnaton sufrieron el destino de todos los déspotas ilustrados. El pueblo judío de Moisés era tan incapaz como los egipcios de la dinastía XVIII para soportar una religión tan espiritualizada, para hallar en su doctrina la satisfacción de sus anhelos. En ambos casos sucedió lo mismo: los tutelados y oprimidos se levantaron y arrojaron de sí la carga de la religión que se les había impuesto. Pero mientras los apacibles egipcios esperaban hasta que el destino hubo eliminado a la sagrada persona del faraón, los indómitos semitas tomaron el destino en sus propias manos y apartaron al tirano de su camino.

Tampoco se puede negar que el texto bíblico, tal como se ha conservado, induce a aceptar éste fin de Moisés. La narración de la «peregrinación por el desierto» -que bien puede corresponder a la época del dominio de Moisés- describe una serie de graves sublevaciones contra su autoridad, qué -de acuerdo con la ley de Jahve- son reprimidas con sangrientos castigos. Es fácil imaginarse que alguna de éstas revueltas tuviese un desenlace distinto del que refiere el texto. Este también nos narra la apostasía del pueblo, aunque lo hace en forma meramente episódica. Trátase de la historia del becerro de oro, en la cual, gracias a un hábil giro, se atribuye al propio Moisés el haber quebrado en su cólera las Tablas de la Ley, acto que debería comprenderse en sentido simbólico («él ha quebrado la ley»). Llegó una época en la cual se lamentó el asesinato de Moisés y se trató de olvidarlo; sin duda, ésto ocurrió en el tiempo del encuentro en Kadesh. Pero abreviando el intervalo entre el Exodo y la institución religiosa en el oasis, haciendo que en ésta interviniera Moisés en lugar de aquel otro personaje, no sólo quedaban satisfechas las exigencias de la gente de Moisés, sino que también se lograba negar el hecho penoso de su violenta eliminación. En realidad es muy poco probable que Moisés hubiese podido tomar parte en los sucesos de Kadesh, aunque su vida no hubiera tenido un fin prematuro.

A la larga, nada importó que el pueblo, quizá ya al poco tiempo, rechazara la doctrina de Moisés y lo eliminara a él mismo, pues subsistió su tradición, cuya influencia logró, aunque sólo paulatinamente, en el curso de los siglos, lo que no alcanzara el propio Moisés. El dios Jahve adquirió honores inmerecidos cuando, a partir de Kadesh, se le atribuyó la hazaña libertadora de Moisés, pero tuvo que pagar muy cara ésta usurpación. La sombra del dios cuyo lugar había ocupado se tornó más fuerte que él; al término de la evolución histórica volvió a aparecer, tras su naturaleza, el olvidado dios mosaico. Nadie duda de que sólo la idea de este otro dios permitió al pueblo de Israel soportar todos los golpes del destino y sobrevivir hasta nuestros días.
Sería, por cierto, una tarea tentadora la de estudiar, en el caso especial del pueblo judío, en qué consiste la índole intrínseca de una tradición y a qué se debe su particular poderío; cuán imposible es negar el influjo personal de determinados grandes hombres sobre la historia de la humanidad; qué profanación de la grandiosa multiformidad de la vida humana se comete al no aceptar sino los motivos derivados de necesidades materiales; de qué fuentes derivan ciertas ideas, especialmente las religiosas, la fuerza necesaria para subyugar a los individuos y a los pueblos. Semejante continuación de mi trabajo vendría a relacionarse con opiniones formuladas hace veinticinco años en Totem y tabú; pero ya no me siento con fuerzas suficientes para realizar ésta labor.